La relación de la ópera con el drama musical clásico es la que
guarda un modelo incompleto con una copia que reproduce y completa, con
la imaginación, las partes que faltan.En este sentido la ópera se inicia
como arqueología musical, y como técnica museística que supervisan y
fomentan las noblezas de las cortes de Florencia, Mantua, Ferrara,
Venecia, Roma y las ciudades francesas más italianizadas. El suelo
religioso de la tragedia ática ha sido sustituido por otro estético,
pero no sólo eso, sino que las condiciones históricas son tan distintas
que a partir del modelo griego surge un arte totalmente nuevo.
Los principios fundamentales de la representación griega, no
obstante, se mantienen, y las bases chamánicas de la tragedia son el
primer suelo para la germinación del árbol operístico. Orfeo es el tema
obligado. En el de Monteverdi, observamos que la individuación apolínea
parece encontrarse en el lugar donde la tragedia clásica la había
dejado, como centro de la representación. La ópera acaba con la
ascensión al cielo de Orfeo acompañado por el propio Apolo como un
premio a la batalla librada contra el principio disolutorio y amnésico
del Hades. El madrigal que cantan los dos chamanes más importantes de la
cultura griega dice:
Salgamos cantando al cielo, donde hay virtud
verdadera -el digno premio preferido por sí mismo- y “paz”[3].
El libreto original de Striggio[4] clausuraba
la ópera con un quinto acto en el que un coro de bacantes celebraba a
Dioniso a la vez que condenaba a Orfeo por despreciar su culto, pero
Monteverdi consiguió que el poeta reescribiese un nuevo final apolíneo
para su ópera, el que aparece en la partitura final (1609)[5].
Un final así es coherente con los principios del más estilo recitativo
que la pretensión ditirámbica primera. Esto nos habla de un cambio
fundamental en la orientación del drama musical en sus inicios, aunque
no sólo por este final tan poco característico de tragedia griega, a
pesar de la pérdida de Euridice. La pérdida de la ninfa es minimizada
por el dios de la luz como una pura apariencia: la contemplación del sol
y las estrellas le permitirá a Orfeo recrear la bella semblanza de su
amada en los astros[6].
De lo que Apolo dice se deduce que la identidad de Euridice queda
dispensada en la semblanza; la belleza de Eurídice es la mímesis de la
belleza de lo bello, y Orfeo mediante la participación en lo bello se
une con Euridice. Claro que si tenemos en cuenta que Eurídice es la
diosa del submundo, la diosa en su aspecto terrible, tal como sostiene
Guthrie[7],
el platonismo implícito en las palabras del Apolo monteverdiano
aparece como tergiversación o mejor, una readaptación del mito, a los
fines de la identidad en la claridad que simboliza Apolo.
Sin entrar en la discusión acerca de los elementos órficos que se dan en el cristianismo inicial[8],
los planteamientos de Monteverdi y Striggio suponen una síntesis de
elementos mistéricos paganos, platonismo y cristianismo, tan común como
fértil durante el Renacimiento, que nos habla de un nuevo Apolo, de un
nuevo principio de individuación distinto al clásico. El núcleo de la
individuación, no obstante, es el mismo, no podría ser de otra forma:
Apolo está proclamando todo irreal salvo el yo, aquél principio que hace
las distinciones y traza las semejanzas, la fuerza creadora que lleva a
ver a Eurídice en las estrellas. El mundo entonces es el submundo de
las apariencias en el que nada place ni dura[9],
mundo que se contrapone al de las perfecciones del que sólo es una
copia. Si examinamos la estructura musical del madrigal en el que se
canta esto observamos un canon en las voces que afirma las diferencias
ontológicas de ambos mundos: el canon en la voz de Orfeo no es nunca
sino imperfecto y en los momentos de simultaneidad se encuentra una
tercera menor por debajo, además, el prodigioso melisma de Apolo aparece
recortado en la parte imitativa del tracio, solo el unísono final
identifica ambos mundos.
Parte de la nueva identidad apolínea que se fragua con la fundación
de la ópera es la idea de un final armónico en la historia. La
apariencia, la representación, siempre imperfectas se cierran en otro
mundo, concluyen en él y se justifican con él. Esto es más de lo que la
necesidad euripídea de dioses racionales reclamaba; el contenido extra
es cristiano. Cada ópera, como una realidad autocontenida a pesar de sus
principios miméticos, mantiene una racionalidad, o mejor, un principio
teleológico que expresa una cosmovisión. El que se expresa en el Orfeo de
Monteverdi, es un principio trascendente moralmente organizado en torno
a la permanencia de la identidad más allá de la muerte, principio que
se le muestra al humano cuando comprende la apariencia de todo lo que no
es la identidad divina, principio que sintetiza los misterios paganos y
el cristianismo en la misma medida que las madonas de Rafael sintetizan
las diosas de la Antigüedad bajo la imagen de María. Pero el hecho
mismo de la ópera con sus particulares características está
constituyendo, a partir de esta base, algo más: un nuevo tipo de sujeto.
Si prestamos atención a otros elementos de la ópera podremos
inferir alguna característica más sobre el nuevo Apolo. Lo que en
seguida llama la atención en las primeras óperas es el gusto por la
representación de elementos que hoy llamaríamos efectos especiales, así
como situaciones de contenido mágico y sorprendente. Decorados y
tramoyas ocupan un lugar central:
La maquinaria italiana es una verdadera reforma del teatro. Es de
Italia que nos viene, en efecto, la invención de los decorados pintados,
donde la perspectiva crea nuevas magias para el ojo, encantamiento
visual más sabio que todos los inventados hasta aquí. Y la escena se
convierte en ese lugar moviente, constantemente renovado, gracias al
trabajo particular de las máquinas; el decorado se cambia en otro, a la
vista misma de los espectadores, por una sustitución misteriosa que
mezcla y reagrupa las formas, materias, colores, luces, sombras...[10]
Las máquinas cautivan la imaginación. Un espectador del drama pastoral L’Arimene[11] de
D’Oleuix du Mont-Sacré, nos ha dejado un buen testimonio sobre el
despliegue de escenarios de la obra, en la que se representan combates
de dioses contra gigantes, un episodio fantástico con tema de la guerra
de Troya, la leyenda de Perseo, el viaje de la nave Argo y finalmente el
imprescindible Orfeo[12]. El hincapié hecho en el despliegue de la maquinaria y la variedad técnica de los números de L’Arimene nos muestra la centralidad que la puesta en escena tenía en los primeros dramas musicales. La Delimauce de Renaud, un ballet de corte ejecutado delante de Luis XIII e la gran sala del Louvre, así como IL Ballo dell Ingrate, Arianne, Idropica y una buena lista de obras se suman como evidencia del esplendor de la escenografía en la primera ópera[13].
No deja de ser curioso observar la contradicción que parece darse entre
los principios teóricos de sencillez y estilización matemática para el
nuevo drama musical que está propugnando la Camerata del Conde Bardi,
con el barroco entramado de la puesta en escena. Claro que más que nada
es una contradicción aparente pues el mismo impulso que lleva desde la
polifonía hasta los bloques armónicos del estilo recitativo es el que
anima con su espíritu matemático a la construcción de máquinas que
representen el universo. Ese es el nuevo objetivo, representar el
universo, recrearlo. La tragedia se movía siempre con unos objetivos más
específicos, más concretos: el alcance del espectáculo musical era el
de la ciudad, sus dioses y sus mitos. En la ópera, sin embargo, no hay
nada de eso, el espectáculo va dirigido a las cortes, y la
descontextualización de los mitos -esos dioses ya son sólo reliquias de
sabor exótico- no hace sino dotarlos de un contenido abstracto alegórico
en el que apenas hay elementos que conectan con la sensibilidad del
espectador. Los personajes son comprendidos en la medida en la que son
capaces de expresar afectos y no tanto como parte de un relato de más
alcance (como los mitos), salvo por aquella parte del público que goza
de las claves que abren las puertas psicológicas del mundo antiguo.
El nuevo público se sitúa ahora como eje en torno al que gira la
representación. Se divierte al público y se lo impresiona con un
despliegue no sólo de maquinaria escenográfica sino con toda una
maquinaria mítica mucho más espectacular que la favorecida por el
cristianismo hasta la fecha. La música religiosa no puede competir, a
pesar de la construcción que hace de sus propios magníficos escenarios.
La incapacidad proviene de una escenografía lineal, que en la ópera
queda sustituida por la circularidad. En el teatro clásico la
representación, como lugar de tensión de la mímesis posesiva y la
participativa, definía el esquema concatenado del que habla Sócrates en
el Ión. Desde la escena los actores y el coro mediaban un
entusiasmo lineal hasta el público. La representación cristiana, por su
parte, constaba de dos líneas, una que venía desde un ámbito distinto,
vertical, en donde se encontraba el Bien emanador -línea que llegaba
hasta el sacerdote en el altar-, y otra horizontal que desde el
sacerdote -también según el modelo de la cadena magnética- llegaba hasta
los fieles participantes. La ópera suprime este modelo y coloca al
auditor como eje fundamental, el sujeto se encuentra en el centro del
universo. Esto es paralelo a la revolución copernicana: descubrir que la
tierra no está en el centro del universo, y que el sol gira en torno
suyo, es paralelo a la afirmación que sitúa el intelecto-sol en el
centro y lo mortal en la periferia. El sujeto, la identidad, se
encuentra en un centro inamovible.
La maquinaria de la que el sujeto se dota es entonces un proceso de
inversión mimética: la naturaleza queda copiada de manera simplificada
pero con el objetivo final de dominarla, de reproducirla para
dispensarla en última instancia, el único interés es la puesta en escena
de un sistema abstracto de relaciones con el que el yo se reconstruye.
Los afectos, perfectamente estilizados en modos de discurso que intentan
reproducir el ethos dramático de la Antigüedad, los concitato, temperato y molle de los que da cuenta Monteverdi[14] (y
que se convierten en pura técnica compositiva), no son sino los
elementos diferenciadores de la música con respecto a la matemática, son
elementos que expanden el nivel interno de la representación con la
misma dinámica y objetivos con los que Apolo baja de una nube o un
dragón llameante recorre la escena inagotable de arriba para abajo.
Todas estas cosas están allí para el propio deleite, para la
reafirmación del gran sujeto espectador del universo que extiende sus
simulaciones a ámbitos cada vez más extensos.
Por último, conviene destacar la importancia que durante los siglos XVII y XVIII tienen los castrados en
la ópera europea. Desde el siglo XVI fueron empleados por los papas en
sus coros, instituciones musicales que tenían acceso vedado a las
mujeres. La represiva prohibición se extendió a las apariciones
femeninas en escenas dramáticas[15].
Sin este colectivo de cantantes, castrados en su juventud para que la
tesitura de su voz alcanzase los registros más agudos, la ópera inicial
hubiese sido imposible. Lo interesante es hacer notar, que una vez la
prohibición eclesiástica quedó obsoleta por la representación fuera del
ámbito de poder de la Iglesia, el castrato se siguió manteniendo por
motivos estéticos. ElOrfeo de Glück es precisamente un alto masculino, ya en plena época de las luces[16]; el Giulio Cesare de Haendel [17] usa tres altos masculinos y un soprano masculino, de un total de ocho cantantes, y Alcina cuenta con un alto masculino; el Hyppolyte et Aricie de Rameau[18] utiliza un contralto masculino, un contratenor[19] y un soprano masculino, que curiosamente es un marinero; y hasta en el propio Mozart, en su Idomeneo, Re di Creta[20] hay un soprano masculino, Idamante, el hijo de Idomeneo[21].
De hecho los castrados más famosos vivieron durante el siglo XVIII, los
Cafarelli, Carastini, Farinelli y otros grandes cantantes y actores que
ejecutaron de manera prodigiosa, extraordinariamente virtuosística,
arias capaces de hacer entrar en éxtasis a las audiencias de media
Europa[22].
El castrado se encuentra en la misma base de los cimientos
operísticos. Durante doscientos años fue así, precisamente en el momento
en el que se establecen no sólo los cimientos de la música moderna,
dramática y no dramática, sino también los de la ciencia y la filosofía
modernas. El sujeto moderno, es un sujeto masculino por excelencia. No
sólo la Iglesia apuntaló un logos patriarcal sino que ya todo el
humanismo había revalidado la idea de que el conocimiento y el control
del mundo era coto de varones[23].
La conquista del castrato de los registros propios de la mujer no es
tanto un deseo de copiar la belleza del registro agudo como de
apropiárselo una voluntad de conquista de la naturaleza enmascarada en
lo que parece un principio mimético[24].
La mímesis es de hecho una forma de mímesis invertida, como ocurría con
la maquinaria escenográfica, pues lo que se hace es una simulación que
pretende la dispensa final. Se trata de una represión de la naturaleza a
gran escala: su simplificación en modelos culturales en los que todo lo
que no sea pura razón varonil o teoría varonil normativa sobre los
afectos queda fuera. La ópera desde su inicio, y sobre todo en su
inicio, es el lugar en el que se expresa por completo la subjetividad
racional occidental, un Apolo que domina las apariencias porque domina
las proporciones y los números, que ha sometido a su implacable balanza
los sentimientos, y que ignora y desprecia como apariencia lo que escapa
a su vara de fuego de la repetición, de la medida. La ópera no imita la
naturaleza, sino que la reduce para simularla; no es casualidad que en
este entorno estético aparezca el sistema de afinación temperado. La
ópera tampoco aspira a mejorar la naturaleza, sino tan sólo a crear una
segunda naturaleza a partir de ella. No obstante, no hay duda que el
nuevo marco del sujeto, en el que el universo era un todo perfectamente
ordenado, una gran representación al servicio del yo -Bach en su
representación cristiana lo seguirá llamando Dios-, era sentido no sólo
como mejora con respecto a las incertidumbres de las épocas
anteriores, sino como una mejoría absoluta y definitiva, como una puesta
final en camino.
No comments:
Post a Comment