5/11/2017

El concepto de mímesis en las artes musicales


Desde su aparición en el nebuloso y lúcidamente alucinado mundo de los chamanes hasta la meticulosa reflexión de nuestro presente filosófico, la noción de la mímesis musical se ha desarrollado como una variación sin tema, siempre semejante y siempre distinta a lo que fue y está siendo, siempre incómoda en un mundo en el que todo imita a todo. El primer impulso mimético llevó al chamán a participar de la naturaleza de los dioses, unos dioses que habitaban en todas partes, cuya experiencia era inevitable en cada animal, en cada planta, en cada roca. Entre los vivos y entre los muertos se movían los dioses y con ellos el chamán dialogaba o los dioses hablaban a su través. Iba de un mundo para el otro con la misma naturalidad con la que se vive y se muere. La topología era simple: continuidad de los mundos, aunque uno imagen inversa del otro, los dos mutuamente dependientes, miméticamente enlazados. Estas idas y venidas, según Mircea Eliade, dieron forma a ciertas prácticas que habían de convertirse en las artes musicales. Seres fabulosos de éste y el otro mundo ganaron el terreno de la memoria y dieron sentido a las más oscuras angustias, ansiedades y alegrías de la psique humana. A veces como parte de los dioses, a veces como la divinidad misma, el chamán mantenía una doble práctica mimética a la vez de participación y posesión divina, en instantes diferentes, pero siempre con un remanente de su naturaleza humana,de hombre común, que le permitía la comunicación con el resto de la comunidad y hacía de su experiencia algo de utilidad general. La mímesis, pues, en un primer momento designa la forma de las relaciones de dos mundos que se hallan en perfecta armonía y continuidad: la mímesis es el vehículo que permite la comunicación con los dioses, pero también de los humanos entre sí, quienes fortalecen sus lazos comunitarios con los vuelos del chamán y las experiencias religioso-musicales que sus éxtasis conlleva.

Tenemos sufientes evidencias como para afirmar que en la Grecia olímpica las prácticas chamánicas estuvieron asociadas con los nombres de Apolo y Orfeo, aunque es probable que la mayor parte de los cultos a las diferentes divinidades, en su origen, fueran de corte análogo al chamánico.Lo interesante de esta línea chamánica es que a través de Pitágoras llega directamente hasta Platón, y sirve para comprender las raíces de las que brota el árbol de la filosofía occidental. Por otro lado, la misma raíz de Apolo y Orfeo, a partir de la línea de Homero y los rapsodos, lleva hasta la tragedia, y sirve para comprender la raíz del sorprendente mundo de la música griega, responsable en gran medida de las diferentes artes musicales que han florecido en la cultura de Occidente. La tragedia en su doble dimensión apolínea-dionisíaca es una sofisticada forma de religión en la que el poeta formula por medios musicales un principio de armonía moral capaz de equilibrar los problemas ocasionados por una individuación extrema o por un a disolución orgiástica en los instintos. En la tragedia euripidea se alcanza el mayor efecto apolíneo de esta religión con la conversión del espectador -los prólogos de Eurípides lo muestran - en chamán participador, en un dios que se distancia de los acontecimientos y que puede pensarse a sí mismo gracias a esa distancia. Así lo inexpresable dionisíaco adquiere su potencia religiosa y como contrapartida urge la necesidad de los dioses más comprensibles, más próximos a una cotidianidad que ya no sólo es agrícola, sino urbanita y política.
La forma de la racionalidad musical euripidea siembra el campo para que los dramas filosóficos de Platón fructifiquen en un nuevo chamanismo. Al igual que los apolíneos pitagóricos, Platón basa su cosmología y su metafísica en la organización musical del universo. El mundo de las ideas es el otro mundo chamánico y se relaciona con éste a partir de la armonía, la mediación que existe entre las cosas, la esencia universal de la música que subyace a ambos mundos: por la escala de la música sube el chamán hasta el cielo y baja a los infiernos. La mediación consiste en relacionar las cosas conforme a la noción pitagórica de número. La armonía revela que la relación entre el mundo de las ideas y el mundo físico no es perfecta: la coma musical pitagórica, la diferencia entre Fa# y Mi1, abre un abismo entre lo que se percibe y lo que se piensa, y, en última instancia, lleva a la ruptura de la concepción continuista -un mundo se continúa en el otro- que caracterizaba al chamanismo. Dos mundos quedan separados, a la vez que misteriosamente unidos, por la teoría mimética de las ideas. Las revelaciones se dan ahora en los nuevos chamanes, los filósofos, revelaciones que son posibles a partir de la reflexión sobre los números ideales y los diversos juegos intelectuales desarrollados a partir de ellos. Mientras que en el chamanismo precedente la música era la escala que llevaba hacia los dioses del cielo o el infierno, y servía como medio de expresión común tanto para dioses como para hombres, en el pitagorismo, y sobre todo en el platonismo, la música no hace sino mostrar la separación de dos esferas de realidad - ya no continuadas una en la otra - haciendo una dependiente de la otra y condenando la de la físis y la vida a la más irremediable imperfección.
Del suelo chamánico platónico va a surgir la teoría mimética de Aristóteles aunque la emancipación que el mundo de la físis recibe con respecto al de las ideas supone un cambio radical con respecto a la teoría de su maestro. Para Aristóteles la mímesis cumple antes que nada una función biológica cognitiva: es algo necesario a todos los seres naturales aunque es en el hombre donde alcanza la perfección. La separación entre la fisis y el eidos es posible debido a que la mímesis es una operación que puede prescindir de la misma presencia del original: se puede imitar y de hecho se imita sin conocer el original, pues el placer de aprender -que sustenta la necesidad mimética - es obtenido de la misma manera por la simple ejecución de la imitación como tal. En Aristóteles la dimensión chamánica no desaparece totalmente aunque se consigue la independencia con respecto al otro mundo chamánico, lo que permite una teoría en la que el logos se centra en el lado de los vivos y la fisis. La actitud de Aristóteles en lo que atañe a las nociones de armonía platónicas y pitagóricas (la metafísica de los números ideales) es escéptica: los objetos matemáticos no pueden existir como sustancias distintas en o aparte de las cosas sensibles, por lo que el número no es ni causa eficiente, ni material, ni formal, ni final. La música en la que está interesado Aristóteles es la humana, no la de las esferas, por eso sus nociones de mímesis se centran fundamentalmente en problemas psicológicos y éticos, si bien tales problemas le llevan hacia el ámbito del universal -y por eso el centro de su análisis musical es la tragedia. En la tragedia se construyen acciones que persiguen el único objetivo de hacer mejores a los ciudadanos mediante su exposición ante acciones de alto contenido dionisíaco o disolutorio. En este choque se da la catarsis -concepto de origen pitagórico-, un estímulo físico muy intenso similar al de alguien que ha recibido un tratamiento médico purgativo; en la catarsis se percibe el principio apolíneo como una bendición, se muestra en todo su esplendor como un alivio y una necesidad insoslayable para la vida de la comunidad.
Aristóteles reconoce los fenómenos de posesión o entusiasmo en su propia teoría mimética, y no ve en ellos ninguna contradiccón con respecto a los elementos más apolíneos; está manteniendo la doble dimensión apolínea-dionisíaca que caracterizaba a las posturas chamánicas más fuertes. No obstante, el Dioniso ha sido subsumido a la faceta apolínea, pues para Aristóteles, si hay entusiasmo, es que habla la divinidad, y la divinidad sólo puede hablar conforme al logos. Entusiasmo y éxtasis no son sino diferentes manifestaciones del logos, son sendas racionales por muy oscuros que puedan ser sus recorridos, y lo universal puede tomar una u otra senda, o incluso ambas combinadas, para su expresión.
En Aristóteles la noción de mímesis tiene una triple dimensión. En primer lugar está el carácter instintivo de la mímesis en todos los seres vivos, instinto que alcanza su grado máximo en el humano. Las artes musicales surgen de este suelo naturalista pero llevan el instinto a la imitación a una dimensión nueva, la ética, que es propiamente su dimensión humana, dimensión que se manifiesta con especial eficacia en la forma del drama musical. Esta segunda clase de mímesis puede ser racional o entusiasta, de forma separada o como combinación de ambas. Por último, al crearse la obra, ésta representa una expresión de lo universal en lo particular, es decir, que junto a la labor mimética del poeta que dio a la imitación el contenido ético, se da en la obra la impronta de la causa final que garantiza que todas las acciones del universo procedan conforme al logos. Los planteamientos aristotélicos, en los que la mímesis queda perfectamente racionalizada y estructurada conforme a los principios de este mundo, no dejan resquicio en última instancia para el misterio de la experiencia musical, todo ocurre con esterilidad médica, y precisamente por ello, se despliega del todo el poder de la filosofía para controlar la música, y se completa el sueño de Platón. Las academias tiene entonces todos los elementos para el autoritario control de las más íntimas experiencias con los dioses a partir de la música.
La voluntad de Aristóteles de llevar el pensamiento al campo de la fisis establece las bases para el tratamiento pragmático de los problemas miméticos que se da durante el helenismo, el interés casi exclusivo que observamos en los autores de este período por tratar de forma pormenorizada específicos problemas musicales. Todos los replanteamientos teóricos que se producen durante esta época son hibridaciones de los grandes sistemas, el platónico y el aristotélico, aunque el judaísmo y el cristianismo introducen una reificación del modelo con respecto a la copia que acaba por establecer un nuevo principio mimético. En San Agustín encontramos la formulación más acabada de lo que ya está propuesto por otros de los primeros padres de la Iglesia: las escrituras dan un modelo definitivo e incuestionable para toda imitación, pues nada en ellas está puesto al azar, todo manifiesta el orden de los actos. La asamblea cristiana participa en este orden, la tarea de la asamblea es precisamente hacer a todos partícipes del orden, alcanzándose un apolinismo de asamblea a la vez que un dionisismo individual controlado: cada humano particular se desgarra y sufre en su contacto con el mundo, y tal dionisismo está subordinado a los intereses de la comunidad y es regulado perfectamente por los intereses de la comunidad, prestándose un especial énfasis al control de cualquier forma de hedone que favorezca una conciencia individual demasiado fuerte. El modelo es Cristo y la copia de cada humano ha de limitarse a ciertos patrones miméticos. La participación de lo humano en lo mundano se halla filtrada por un poderoso principio de servidumbre, o si se prefiere, de autoridad. Para San Agustín, la mímesis, comprendida como ratio, va acompañada de un principio de autoridad, hasta el punto de que ambos conceptos exigen una explicación conjunta: la razón, o ratio, o mímesis, es la que determina la autoridad, y la autoridad es la autoridad porque es la conocedora de las proporciones que relacionan los dos mundos, su autoridad es la autoridad de la ratio. Es evidente que el resultado práctico de este marco mimético no produce sino un control eclesiástico definitivo sobre la experiencia religiosa que impide cualquier vuelo chamánico no sancionado por sus principios.
Durante toda la Edad Media predominan los cánones miméticos que se observan en San Agustín con diferentes matizaciones.Con Santo Tomás se enfatizan algunos componentes aristotélicos que no habían sido destacados con anterioridad. La continuidad del principio racional que unía al poeta con la naturaleza -la misma que los pitagóricos veían entre el mundo natural y el de los dioses vía proporciones ideales- es ahora expresada a partir de la imitación que el poeta hace de las operaciones de la naturaleza. Cuando el músico compone, mediante el conocimiento que le proporciona su inteligencia de los números ideales, no hace sino repetir los procesos que desarrolla la naturaleza en la composición de seres animados e inanimados: al componer con los mismos procedimientos del gran Artífice, el poeta es instrumento divino del omniabarcante plan de Dios que se concluye en la suma perfección. No obstante, la distancia entre uno y otro, entre lo humano y Dios es abismal. Los números mismos sirven para destacarla: somos semejantes a Dios en cuanto que tenemos aptitud para conocerlo en parte -aptitud que además surge por voluntad divina-, y podemos conocerlo debido a que hemos sido creados conforme a una proporción suya, proporción que no impide que los números que la integran guarden entre sí una distancia infinita.El conocimiento sistemático de esta ciencia de la imitación de proporciones se lleva a la práctica, en el ámbito musical, a través del organum, procedimiento para la composición polifónica del que se derivará toda la teoría del contrapunto. La mímesis de los números ideales que controlan las operaciones naturales se organiza en forma de cálculo dando lugar no sólo al origen de la ciencia contrapuntística sino que la propia sistematización extrema que se practica introduce un elemento maquinal o automático en el ámbito de la imitación.
Con los trovadores el modelo deja de ser una cuestión numérica para hacerse mujer. La dama, como se ha tratado, revela un proceso de abstracción de la realidad natural a partir del símbolo de lo femenino. Esta imitación despierta en el poeta la parte más femenina para ser unida a su ímpetu viril en un acto alquímico en el que la dualidad alcanza una forma de unidad religiosa. La dama está ausente, es lo inexistente por excelencia, glorificado y divinizado en el proceso de querer glorificar y divinizar. La mimética alquímica es a la vez apolínea y dionisíaca -como todo acto mimético, que no puede sino mostrar el doble impulso- pero es sobre todo un impulso chamánico-apolíneo en el que el yo del poeta quiere crecer hasta identificarse con el ser entero de la naturaleza, es un proceso autoconstitutivo de la voluntad girada sobre sí misma.Esta imitación-invención procede no obstante a partir del hilo de oro de una razón amorosa, de un logos-amor que transmuta la realidad a partir del entusiasmado verbo del poeta. Para el trovador amar y hacer versos es todo uno, y en el trance amoroso se trae desde su mundo ideal la imagen de la diosa que llena la vida de sentidos.Con su obra queda patente que es el arte el creador de la naturaleza, invierte la mímesis aristotélica que dio pie a las interpretaciones naturalistas de Lucrecio, y muestra que la misma naturaleza es incomprensible sin el filtro del arte.
La divinización de la naturaleza a través de la dama pervive en el Renacimiento pero toda la mimética de la transfiguración de lo natural por el amor cede ante la tradición que necesita de las explicaciones sistemáticas, es decir, la alquimia cede ante la filosofía, y las proporciones sagradas, los números ideales retornan al pensamiento mimético clásico con la misma fuerza de antaño. Eso sí, al igual que la dama era la diosa y maestra del poeta, ahora la natura sigue siendo - y lo será por largo tiempo - la maestra de la que el poeta aprende, pero en una relación íntima y apasionada, en la que el filtro artístico que permitía comprenderla está tan incorporado en la nueva concepción que pasará desapercibido hasta que el drama musical no lo vuelva a hacer patente. El Renacimiento, intentando revivir las teorías de la Antigüegad clásica reinventa el ideal griego, a partir de un latente trovadorismo y un firmemente presente neopitagorismo, de los que va a surgir tanto la ciencia armónica moderna como la ópera del siglo XVII. El neopitagorismo lleva a la antigua forma mimética que proclama la continuidad entre el arte y la naturaleza gracias al puente de los números ideales. La continuidad está garantizada entonces por la permanencia del intelecto, es una continuidad de la inteligencia, una extensión continua de la mente apolínea que garantiza el orden y el fundamento tanto para el arte como para la naturaleza. Este sujeto que se forma a partir de la objetividad de las proporciones, que se descubre a sí mismo divino en cuanto que es capaz de inteligir tales números ideales, se erige, debido a la divinidad de su racioncinio, en centro en torno al cual gira la gran representación del mundo. La ópera es la expresión artística de lo que en la ciencia se alcanza con la revolución copernicana. La ratio disuleve la auctoritas pero sólo para instituir la autoridad de una nueva ratio que trae una nueva puesta en escena de las fuerzas del universo. La nueva ratio no puede sino contemplar todo lo que no es número, proporción y plan sistemático como una amenaza y un problema, por lo que se hace necesario organizar una gran representación que simule el mundo. Los afectos se controlan -como el ethos fue controlado en la tragedia ática- en la ópera, espectáculo que aglutina las tendencias apolinistas artísticas y científicas, y en el que se ofrecen modelos para la educación y el gozo del nuevo sujeto.
La ópera, al igual que la ciencia, no aspira a comprender o a mejorar la natura, sino a controlarla para crear con ella la segunda naturaleza de la cultura, una segunda naturaleza que en su sueño apolíneo de orden justifica su propia violencia. El modelo a imitar es el que proviene de la cultura, es el sujeto occidental mismo, quien construye a partir de su representación del mundo- representación perfectamente ordenada por la mente neopitagórica- la realidad. La proporción, el número ideal que el yo descubre al principio de la experiencie chamánica como algo más de la experiencia de viaje, no sólo se ha hecho central, constituyente del sujeto y de la posibilidad de la experiencia, sino que ha acabado por desplazar todo lo demás -incluida la ceremonia en la que aparece- y lo ha convertido en una cáscara para la manifestación de la realidad esencial del número y la razón que constituyen al humano. El otro mundo chamánico no es más que un conjunto de relaciones para un juego intelectual y no un lugar de proyección de los componentes más profundos de la psique humana, proyección que operaba como modelo: el modelo es ahora el resultado de filtrar ese otro psíquico a través de una tradición simplificadora que dispensa las cosas en favor de una mística específica de proporciones, reguladoras tanto del ethos como del intelecto. Tales proporciones, de las que se derivan los muy diversos cálculos desarrollados por los pitagóricos, no son, de hecho, sino simbología que se reifica con respecto a su experiencia: el componente cualitativo del número pitagórico, aquello que hace que sea distinta la intelección que la experiencia de un fenómeno, cede ante el cuantitativo, y la naturaleza es tan sólo algo manipulable o repetible por la reproducción de la unidad del sujeto en todo lo indefinido, es aquello que sólo con la violencia analítica del uno cede su otredad.
Dentro de este ámbito de simplificación analítica se mueven los estudios empíricos que sobre la imitación musical se realizan durante toda la Ilustración. La matematización del fenómeno físico sonoro lleva a la matematización del fenómeno psicológico, y así la mímesis se comprende y se define como la proporción entre la variación del impulso físico de la onda de sonido y la variación del impulso psicológico en el oyente. Se trata de una revitalización de los supuestos de los números ideales, eso sí, ahora la empírica que tradicionalmente había sido aplicada a los estudios con cuerdas y yunques, alcanza a la percepción del oyente. En los números ideales de la Ilustración el hombre está imitando su propia imagen como síntesis de todo lo natural, pretendiendo que el objeto creado, la naturaleza conforme a ciertas proporciones filtrantes, es independinete de sí mismo. Esto permite una ruptura del vínculo epistemológico entre objeto y sujeto que limita la imitación bien al campo de la técnica compositiva o bien al de un desnudo y simplón hedonismo, vaciado de las observaciones aristotélicas acerca del carácter instintivo de la mímesis: el instinto no encuentra aún lugar en un marco intelectual que erige los procesos deductivos como base de todo conocer.
Sólo a partir de Rousseau se restablece el vínculo entre el objeto sonoro y el sujeto: la melodía representa la inmediatez de las pasiones, es decir, hay una relación directa y fundamental entre la melodía y la expresión de los sentimientos. La melodía esta hecha con la misma estructura que comunicamos nuestras pasiones, y con las mismas inflexiones, y por este motivo puede llegar a ser más conmovedora que la misma palabra y suscitar los más profundos estados afectivos. En la música se expresa el instinto, habla la naturaleza, por mucho que tal naturaleza ya no sea reconocible sino a partir de la imagen creada por la cultura. La melodía es la unidad analítica compositiva, el punto de partida para las operaciones formales que llevan a la estructura musical clásica, pero también es la expresión del genio, de la naturaleza en su impulso libre. La noción del logos aristotélico subyace sin duda a estos planteamientos, en particular en su dimensión de causa final: hay algo que lleva el sujeto hacia el orden de las cosas.
Kant da forma sistemática al aristotelismo musical de Rousseau, precisando que esta expresión natural no puede seguir el esquema modelo-copia, pues el modelo en las artes, al contrario que ocurre para la razón, no es algo que pueda ser perfectamente comprendido y explicado, sino más bien algo que se sugiere en las obras de un período y cultura determinados. Para Kant, el artista, si es genial, está poseído -la divinidad que posee es la naturaleza- y si no lo es, expresa intuiciones ideales de la sensibilidad a partir del contacto con otras obras de su período histórico, expresión básicamente mimética (aunque Kant rechace el esquema modelo-copia, la mímesis, como ya se ha visto, desborda este esquema). En ambos casos es mímesis de lo universal, de hecho, al propugnarse un yo individual mínimo en el artista genial para que la naturaleza dé la ley espiritual a través suyo, Kant está reproduciendo parcialmente el esquema aristotélico de las tres mímesis. Y al igual que en el marco conceptual de la mímesis clásica, el filósofo tiene la última palabra en la comprensión de la obra, pues el artista, cuanto mejor sea, más enajenado está y más difícil le es explicar lo que está haciendo.
El impulso teleológico que lleva el arte a su perfección, a través de la posesión del artista genial, es comprendido por Hegel como la manifestación dentro de la esfera artística de lo que en el proceso histórico general es el desarrollo total del espíritu absoluto. Hasta cierto punto, este desarrollo puede ser comprendido como el proceso de expresión del universal aristotélico: el espíritu se dice a sí mismo, y se dice secuencialmente en el ámbito de la historia universal. A diferencia de lo que ocurría con Aristóteles, la impronta de este logos no se da de una vez, sino que ocurre de forma gradual, es un proceso. Para cada instante histórico existe, sin embargo, una forma específica de la expresión. Esta forma, como la de los pitagóricos o los platónicos, es un ratio, una configuración proporcional de la armonía realizada. El marco mimético de una expresión universal espiritual por etapas implica que toda expresión sea incompleta con respecto a la expresión final, es decir, que con cada nueva forma de expresión se alcanzan formas más acabadas, más perfectas, lo que implica que las nuevas configuraciones armónicas entre lo interior y lo exterior, el noumeno y el fenómeno, la ley y su manifestación incurran en las contradicciones lógicas más arriba señaladas. Las contradicciones -que sólo parcialmente se resuelven dando a la serie histórica de configuraciones armónicas la condición ontológica de la virtualidad-, en su dimensión más general, vienen planteadas por la conjunción de la relatividad del concepto de armonía hegeliano y por la necesidad de que lo que se exprese en lo relativo sea el espíritu absoluto. La dificultad viene ya de Kant y del planteamiento de la teoría del genio, lo que retrotrae el problema hasta Aristóteles: ¿Cómo puede decirse lo universal en lo particular? Este problema es, asimismo, el de la participación de las cosas en las ideas, y de forma más específica, el de las relaciones entre los trances de posesión y de participación, en un marco mimético en el que los dioses están separados de los humanos por la construcción de precisos abismos racionales.
Schopenhauer mantiene este mismo esquema de fuerzas aunque reinterpretando lo universal dentro de la categoría de la voluntad y lo particular dentro de la categoría de la representación. De esta forma se establece un continuo de voluntad, una fuerza unificadora que se da tanto en lo universal como en lo particular y resuelve en parte el problema que la filosofía tradicional occidental tenía para explicar la continuidad entre los dos mundos desde que Platón condenase la materia a la imperfección. No obstante, la solución es sólo parcial, pues la distancia , aunque goza ahora del puente teórico de la voluntad, no queda cerrada.En efecto, la distancia entre universal y particular de la que habla Schopenhauer, es la que Platón reconocía entre el modelo y la apariencia o la copia. Para Schopenhauer, la apariencia, la representación, tiñe la voluntad, y ésta es la tintura del yo individual, del Apolo. Cuando la distancia entre la voluntad y la representación es nula se da la música dionisíaca, en la que la voluntad ya no viene mediada. Las artes musicales ocurren en ese ámbito intermedio que va desde la participación a la posesión, y éstas constituyen la solución al viejo problema:mientras hacemos música, mientras la escuchamos, estamos ya accediendo a lo universal. Según el esquema schopenhaueriano hay, por lo tanto, una relación irreconciliable entre la experiencia de la voluntad y el conocimiento, pues no hay otra cosa que conocer que la voluntad universal, pero para conocerla no se puede sino experimentarla sin representación mediadora, es decir sin armonía y sin un yo. El postulado pitagórico extremo que parece deducirse de su doctriina es: la experiencia de la armonía musical es un fenómeno doble, a saber, puede experimentarse cuantitativamente y cualitativamente; si la experiencia es cuantitativa, hay mediación, representación, unidad y algoritmo; si es cualitativa, y en la medida que es cualitativa hay identificación, indeterminación y éxtasis. Desde el punto de vista cuantitativo-cualitativo del uno, del yo, esto sólo conduce a la nada: el sujeto formador/formado de la representación es nada, es el error, lo que cierra el paso a cualquier ulterior pensamiento y abre el camino al nihilismo.El abismo sigue abierto entre los dos mundos, afirmar uno es negar otro, y viceversa.
Para Nietzsche, las fuerzas de lo apolíneo y lo dionisíaco, las fuerzas que llevan a la representación y al individuo o al devenir y la voluntad del mundo son, ambas, naturales; en su interacción dan forma al instinto ordenador de la imitación. Estas dos fuerzas constituyen un único impulso mimético que se perfila con moviminetos contrapuestos. La voluntad, en el sentido de Schopenhauer de anulación del yo y la representación, coincide con la fuerza caótica del dionisismo, pero ni dicho caos ni la forma que trae la individuación de Apolo son externos al mundo, son fuerzas epistemológicas, más que ontológicas, con las que formamos nuestro conocimiento: ambas son formadoras o deformadoras, la perspectiva platónica de la apariencia ha perdido su sentido. La música es el quehacer general del universo, y el encasillamineto positivista hanslickiano que reduce lo musical a un cálculo simbólico no es sino una trivialización y una falta de perspectiva epistemológica. El problema mimético para Nietzsche es el de la determinación de nuevas formas, de nuevos modelos capaces de recoger vigorosas propuestas de vida, formas que se ajusten a las necesidades fisiológicas, capaces de estimular la vida y aumentar el deseo de vivir, modelos que no se encuentran en ninguna otra parte hipostasiada, sino en el aquí y ahora de la vida. Hasta cierto punto consigue restablecer la continuidad chamánica entre los dos mundos que habían roto Platón. Nietzsche quiere que la nueva música traiga nuevos éxtasis sexuales al cerebro: el mundo, como se decía en la larga tradición simposíaca y de los trovadores, se vuelve perfecto por el amor, se transfigura alquímicamente y la pesadez y la inercia de la materia adquieren alas y la disposición de un movimiento inicial. La mímesis es una disposición general, pero no un ratio predeterminado. La flexibilidad que caracteriza a lo vital tiene que ser adoptada por los propios modelos que deben en todo permanecer próximos a la vida. La petición de principios y modelos que hace Nietzsche, su llamada al gran estilo, es el mismo deseo expresado por Goethe de encontrar las leyes de un arte que proceda con una legalidad formal perfectamente adaptada a las exigencias de la materia.
La transmutación mimética nietzscheana puede ser comprendida como una extensión hedonista - en el sentido más epicúreo de la palabra - de la iniciada por los trovadores en su alquimia compositiva, transmutación en la que la apariencia, ya probada como capaz de expresar lo universal a través del sentimiento amoroso por el que la materia alcanza su perfección, es gozada por sí misma. Tal juego con las apariencias es precisamente la labor del arte, y en cuanto que puede estimular la vida hacia un despliegue más pleno, es más profundo que lo que la filosofía de corte platónico ha llamado la verdad misma. El juego artístico no ocupa un lugar privilegiado en la sencuencia de fenómenos, a pesar de que su posición relativa es importante, pues sirve para comprender procesos miméticos de más largo alcance: a través del arte podemos comprender aquellos procesos de creación general biológica, en los cuales la mímesis funciona, al igual que en las artes musicales, como guía para el desarrollo de los organismos.
La teoría dionisíaca lorquiana, la teoría del duende, supone un matizado análisis de las relaciones posesivas que se dan entre el chamán-artista y la divinidad. Su teoría hace de la creación artística, como la de Nietzsche, algo que abarca al humano completo y en particular a su dimensión más agónica. La mímesis es en última instancia la reproducción de las energías creativas de la tierra: el intelecto,la voluntad, el sentimiento y el apetito no hacen sino configurar una escena compleja de fuerzas psicológicas en la que todo lucha contra todo. Cuando no hay lucha habla el ángel, portador de una clara belleza, poseedor del artista tanto como el duende o la musa, pero incapaz de despertar la belleza límite de rosa recién creada que despierta el duende. En esta concepción el artista se autodespedaza para hacer surgir al duende-Dioniso. Lorca reproduce el viejo chamanismo mistérico en el que el conocimiento es posible sin las interferencias de un intelecto dominador, la distancia es franqueable por cualquiera que esté dispuesto a enfrentarse al aterrador grito de Dioniso.
Bretón retoma también los principios chamánicos en su teoría del surrealismo, en lo que parece ser una chamanización general del arte en el siglo XX. Gurú de la tribu mundial, el artista baja a las regiones infernales o sube a las celestiales, ambas ahora llamadas inconsciente, en busca de nuevos significados que ayuden a vivir en un tiempo que parece errar propósito en todo lo que intenta. Se confía en la razón ilustrada más de lo que se quiere admitir - el proyecto ilustrado reaparece continuamente como monstruosa caricatura de sí mismo - y de hecho lo que se pretende es refundir tal ratio en un nuevo molde de mayor alcance intelectual: se quiere hacer consciente un campo cada vez mayor -transformación encubierta del proyecto hegeliano- mediante la dirección planificada, científica y militarmente, de la intuición poética. El exceso de contenidos conscientes que resulta debilita, paradójicamente, el elemento chamánico-apolíneo, pues lejos de alcanzarse tal expansión, hay una regresión hacia configuraciones miméticas más automáticas, automatismo dionisíaco vaciado de su capacidad curativa catárquica.
La categoría de la mímesis sigue siendo fundamental en la filosofía del arte de Adorno, pero no para designar una relación modelo copia del arte con respecto a la naturaleza, sino para atestiguar el origen animal del impulso a imitar. Para Adorno tal impulso se racionaliza primero en la ceremonia mágico-religiosa para después alcanzarse, al desprenderse la actividad imitadora del ritual, la independencia que le es propia a la experiencia estética. La animalidad permanece no obstante en la forma de lo bufonesco. La bufonada representa la brecha que se da entre el arte como mímesis y el arte como producción, y expresa un contenido fundamental de nuestra humanidad. Ni el arte como producción ni el arte como mímesis tienen su fundamento en la naturaleza: un proceso de reflexión media siempre entre el impulso animal y la acción. El arte es una expresión del espíritu que se objetiva en la conjunción de materia y forma que constituye la obra. La mímesis, como impulso directriz que está en la base de la conducta estética, es responsable de la proliferación de formas artísticas, así como de la relexión que lleva a la incorporación de materias para el arte. La objetivación es diferente, según Adorno, para cada arte, y presta especial atención a la objetivación de las artes musicales que se hace a partir de la creación de un ámbito que le es propio a todas ellas, un espacio-tiempo y una lógica especiales para la música, proposición no extenta de contradicciones, como se vio.
El modelo estético-cosmológico de Nietzsche del eterno retorno tenía como consecuencia la invalidación teórica del modelo participativo platónico tanto como del de la posesión: el mundo es un juego de apariencias y una máscara no puede sino cubrir otra máscara. El problema radica en la propia noción de imitación, sustentada sobre un principio de identidad tan ilusorio él mismo que poco o nada se puede fundamentar en él. Si lo que hay son sólo las máscaras reactivas del apolinismo, la imitación es tan sólo una repetición ciega, y el arte es el juego en el que las copias se revierten en simulacros. Éste es el punto de partida de Giles Deleuze, quien desde suelo nietzscheano se dedicará a mostrar el carácter ilusorio de toda representación y, por tanto, de todo concepto, así como a construir una cosmología estética en la que la simulación pueda ser pensada desde la diferencia. Su sistema, a pesar de quedar atrapado en la paradoja de querer salir del concepto a partir de conceptos, sugiere un ámbito para la génesis de obras musicales. Su teoría, muy musical por su juego en el límite del concepto y por la definición de precedentes oscuros para la experiencia estética, parece inspirada en las formulaciones que encontramos en la música de Pierre Boulez acerca de la virtualidad tímbrica, es decir la virtualidad de la identidad sonora, siempre en proceso emergente, siempre llegando a ser diferente en la experiencia de cada aquí y ahora. La noción de precedente oscuro no sólo guarda contenidos musicales (se trata de un tema secundario con respecto a sus variaciones, a pesar de ser su origen), sino que también se pueden encontrar similaridades con la primera divinidad gnóstica y con el uno sin forma de los pitagóricos. Deleuze lleva la noción de un precursor así, lo oscuro distinto dionsíaco -en el límite de lo oscuro indistinto-, hasta el centro del pensamiento, cuando a través de la construcción (construcción que se apoya en una creencia) del concepto de lo deviniente pretende superar las ilusiones trascendentales de la representación. Lo deviniente, en sentido estricto, no podría llamarse un concepto, pues su extensión es anterior a la individuación y su comprehensión no está difinida. Se trata más bien de una idea operativa, una idea mediadora que en su virtualidad es capaz de suscitar intuiciones con sentido, pero que sólo es inteligible, obviamente, como concepto: un deviniente se define entre los límites de los individuos que abarca; el deviniente pájaro del dibujo se define desde las aves hasta ciertas frecuencias de color dispuestas sobre una superficie de representación. Lo interesante de la noción de deviniente es su condicón limite con el concepto, por eso donde los devinientes pueden funcionar con interés epistemológico es precisamente en los bloqueos miméticos que todo arte realiza con respecto a un marco deviniente dado.
Me gustaría insistir, para acabar, en la persistencia del número en las explicaciones intentadas sobre la mímesis desde las más remotas experiencias chamánicas hasta las más contemporáneas conceptualizaciones. En la teoría nietzscheana del eterno retorno la numerabilidad de la materia da sentido a la hipótesis variacional: la gran repetición es la consecuencia de una inexorabilidad numérica, y la mímesis instintiva, en una naturaleza que funciona conforme a este gran plan, es una reproducción a menor escala, una tendencia que se cristaliza exactamente en juegos de máscaras de identidad. El número en Nietzsche se ha hecho cifra abominable con respecto al número de San Agustín o Santo Tomás, que garantizaba en su simplicidad la disposición sensata de las cosas, en cuanto que el número era pensable y hasta objetivable en la Escritura. En Nietzsche el infinito potencial de Aristóteles se ha hecho actual en la forma del tiempo, y la repetición arrasa toda poética, pero el retorno es en última instancia una doctrina numérica, de hecho, la teoría depende por entero de la noción de numerabilidad, por mucha inversión que se haga de la interpretación ética. El número es el sueño de la balanza, pero la base del número, el principio de identidad, está reflejando la única opción para que aparezca el acto de pensar. Desde los pitagóricos hasta el empirismo del XVIII, desde la ópera hasta Hegel, en todos los intentos de explicación de la mímesis, el número parece encontrarse en el centro. En algunos casos, como en la exposición de Deleuze el número aparece en la tensión entre lo oscuro distinto o dionisíaco y lo claro distinto o apolíneo, pero la explicación de la dimensión mimética, sea imitativa, repetitiva, o de posesión, pasa invariablemente por la comprensión de un proceso numerativo, y si hemos de ser más precisos, de un proceso de ritmización, un proceso de formación de ciclos e identidades. En otros casos, como en la alquímica práctica trovadoresca,se trata de la experiencia de la síntesis de opuestos en una creación totalizada, experiencia que tiene capacidad transfiguradora. La transfiguración consiste precisamente en la sustitución de una serie numérica por una nueva serie en la que sólo se da la unidad.
Por otro lado, el número, cuando se fija su dimensión cualitativa -como comprendieron ya las culturas más antiguas- da la ley moral. Es el número esencial de los pitagóricos y platónicos tanto como la cifra secreta de la Escritura hebrea; de hecho, a partir de San Agustín es las dos cosas, en una síntesis que hace de las Escrituras el único modelo para las copias. Hasta Nietzsche el número mantiene la cualidad nouménica de la Escritura; con Nietzsche es la base reguladora de las apariencias y la forma en la que la apariencia es querida, pero ya no es la cosa en sí. El arithmos no es el noumeno, sino que es lo que no fluye, lo que continuamente se solidifica en el devenir del mundo y que tiene una cierta duración temporal, es lo que delimita al rithmos haciéndolo algo particular para después destruirse o transformarse en otra cosa. Este arithmos da la ley moral, es el punto sobre el que se orienta el axis mundi del que continuamente habla Eliade, pero siempre se forma a partir de una tensión. El arithmos es la tensión apolínea-dionisíaca, es decir, la que se da en el recorrido desde lo oscuro distinto a lo claro distinto, tensión en la que se forman los órdenes rítmicos que constituyen el principio de identidad. Pero dicho arithmos es un momento del rithmos, el flujo básico musical, aquél movimiento que recorre desde lo oscuro indistinto, el apeiron, hasta lo oscuro distinto, lo dionisíaco.
La participación, la posesión, la imitación, la repetición y todos los conceptos que definen el campo mimético podrían ser comprendidos a partir de procesos de comunicación que ligan -que hacen continuas- las duraciones que van desde el rithmos hasta el arithmos tanto como las inversas, las que disuelven el número en el flujo universal: la mímesis es el fenómeno de tal comunicación, está en la base de la constitución de la identidad y la experiencia del mundo. Pero esto no deja de ser otra variación conceptual sobre la dinámica de un campo mimético que siempre escapa y permanece ajeno, en cierta medida, aunque no totalmente, a las tentativas lingüísticas. La complejidad del campo mimético es una complejidad no conceptual, por ello no se puede hacer una caracterización esquemática o sistemática más allá de un mero boceto lingüístico. Para la filosofía esto es incómodo, pero para que ocurra la experiencia musical es, sin embargo, inevitable.
1 O, en general, la diferencia enharmónica.

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