Desde
su aparición en el nebuloso y lúcidamente alucinado mundo de los
chamanes hasta la meticulosa reflexión de nuestro presente
filosófico, la noción de la mímesis musical se ha desarrollado
como una variación sin tema, siempre semejante y siempre distinta a
lo que fue y está siendo, siempre incómoda en un mundo en el que
todo imita a todo. El primer impulso mimético llevó al chamán a
participar de la naturaleza de los dioses, unos dioses que habitaban
en todas partes, cuya experiencia era inevitable en cada animal, en
cada planta, en cada roca. Entre los vivos y entre los muertos se
movían los dioses y con ellos el chamán dialogaba o los dioses
hablaban a su través. Iba de un mundo para el otro con la misma
naturalidad con la que se vive y se muere. La topología era simple:
continuidad de los mundos, aunque uno imagen inversa del otro, los
dos mutuamente dependientes, miméticamente enlazados. Estas idas y
venidas, según Mircea Eliade, dieron forma a ciertas prácticas que
habían de convertirse en las artes musicales. Seres fabulosos de
éste y el otro mundo ganaron el terreno de la memoria y dieron
sentido a las más oscuras angustias, ansiedades y alegrías de la
psique humana. A veces como parte de los dioses, a veces como la
divinidad misma, el chamán mantenía una doble práctica mimética a
la vez de participación y posesión divina, en instantes diferentes,
pero siempre con un remanente de su naturaleza humana,de hombre
común, que le permitía la comunicación con el resto de la
comunidad y hacía de su experiencia algo de utilidad general. La
mímesis, pues, en un primer momento designa la forma de las
relaciones de dos mundos que se hallan en perfecta armonía y
continuidad: la mímesis es el vehículo que permite la comunicación
con los dioses, pero también de los humanos entre sí, quienes
fortalecen sus lazos comunitarios con los vuelos del chamán y las
experiencias religioso-musicales que sus éxtasis conlleva.
Tenemos
sufientes evidencias como para afirmar que en la Grecia olímpica las
prácticas chamánicas estuvieron asociadas con los nombres de Apolo
y Orfeo, aunque es probable que la mayor parte de los cultos a las
diferentes divinidades, en su origen, fueran de corte análogo al
chamánico.Lo interesante de esta línea chamánica es que a través
de Pitágoras llega directamente hasta Platón, y sirve para
comprender las raíces de las que brota el árbol de la filosofía
occidental. Por otro lado, la misma raíz de Apolo y Orfeo, a partir
de la línea de Homero y los rapsodos, lleva hasta la tragedia, y
sirve para comprender la raíz del sorprendente mundo de la música
griega, responsable en gran medida de las diferentes artes musicales
que han florecido en la cultura de Occidente. La tragedia en su doble
dimensión apolínea-dionisíaca es una sofisticada forma de religión
en la que el poeta formula por medios musicales un principio de
armonía moral capaz de equilibrar los problemas ocasionados por una
individuación extrema o por un a disolución orgiástica en los
instintos. En la tragedia euripidea se alcanza el mayor efecto
apolíneo de esta religión con la conversión del espectador -los
prólogos de Eurípides lo muestran - en chamán participador, en un
dios que se distancia de los acontecimientos y que puede pensarse a
sí mismo gracias a esa distancia. Así lo inexpresable dionisíaco
adquiere su potencia religiosa y como contrapartida urge la necesidad
de los dioses más comprensibles, más próximos a una cotidianidad
que ya no sólo es agrícola, sino urbanita y política.
La
forma de la racionalidad musical euripidea siembra el campo para que
los dramas filosóficos de Platón fructifiquen en un nuevo
chamanismo. Al igual que los apolíneos pitagóricos, Platón basa su
cosmología y su metafísica en la organización musical del
universo. El mundo de las ideas es el otro mundo chamánico y se
relaciona con éste a partir de la armonía, la mediación que existe
entre las cosas, la esencia universal de la música que subyace a
ambos mundos: por la escala de la música sube el chamán hasta el
cielo y baja a los infiernos. La mediación consiste en relacionar
las cosas conforme a la noción pitagórica de número. La armonía
revela que la relación entre el mundo de las ideas y el mundo físico
no es perfecta: la coma
musical pitagórica,
la diferencia entre Fa# y Mi1,
abre un abismo entre lo que se percibe y lo que se piensa, y, en
última instancia, lleva a la ruptura de la concepción continuista
-un mundo se continúa en el otro- que caracterizaba al chamanismo.
Dos mundos quedan separados, a la vez que misteriosamente unidos, por
la teoría mimética de las ideas. Las revelaciones se dan ahora en
los nuevos chamanes, los filósofos, revelaciones que son posibles a
partir de la reflexión sobre los números ideales y los diversos
juegos intelectuales desarrollados a partir de ellos. Mientras que
en el chamanismo precedente la música era la escala que llevaba
hacia los dioses del cielo o el infierno, y servía como medio de
expresión común tanto para dioses como para hombres, en el
pitagorismo, y sobre todo en el platonismo, la música no hace sino
mostrar la separación de dos esferas de realidad - ya no continuadas
una en la otra - haciendo una dependiente de la otra y condenando la
de la físis
y la vida a la más irremediable imperfección.
Del
suelo chamánico platónico va a surgir la teoría mimética de
Aristóteles aunque la emancipación que el mundo de la físis
recibe con respecto al de las ideas supone un cambio radical con
respecto a la teoría de su maestro. Para Aristóteles la mímesis
cumple antes que nada una función biológica cognitiva: es algo
necesario a todos los seres naturales aunque es en el hombre donde
alcanza la perfección. La separación entre la fisis
y el eidos
es posible debido a que la mímesis es una operación que puede
prescindir de la misma presencia del original: se puede imitar y de
hecho se imita sin conocer el original, pues el placer de aprender
-que sustenta la necesidad mimética - es obtenido de la misma manera
por la simple ejecución de la imitación como tal. En Aristóteles
la dimensión chamánica no desaparece totalmente aunque se consigue
la independencia con respecto al otro mundo chamánico, lo que
permite una teoría en la que el logos se centra en el lado de los
vivos y la fisis.
La actitud de Aristóteles en lo que atañe a las nociones de armonía
platónicas y pitagóricas (la metafísica de los números ideales)
es escéptica: los objetos matemáticos no pueden existir como
sustancias distintas en o aparte de las cosas sensibles, por lo que
el número no es ni causa eficiente, ni material, ni formal, ni
final. La música en la que está interesado Aristóteles es la
humana, no la de las esferas, por eso sus nociones de mímesis se
centran fundamentalmente en problemas psicológicos y éticos, si
bien tales problemas le llevan hacia el ámbito del universal -y por
eso el centro de su análisis musical es la tragedia. En la tragedia
se construyen acciones que persiguen el único objetivo de hacer
mejores a los ciudadanos mediante su exposición ante acciones de
alto contenido dionisíaco o disolutorio. En este choque se da la
catarsis -concepto de origen pitagórico-, un estímulo físico muy
intenso similar al de alguien que ha recibido un tratamiento médico
purgativo; en la catarsis se percibe el principio apolíneo como una
bendición, se muestra en todo su esplendor como un alivio y una
necesidad insoslayable para la vida de la comunidad.
Aristóteles
reconoce los fenómenos de posesión o entusiasmo en su propia teoría
mimética, y no ve en ellos ninguna contradiccón con respecto a los
elementos más apolíneos; está manteniendo la doble dimensión
apolínea-dionisíaca que caracterizaba a las posturas chamánicas
más fuertes. No obstante, el Dioniso ha sido subsumido a la faceta
apolínea, pues para Aristóteles, si hay entusiasmo, es que habla la
divinidad, y la divinidad sólo puede hablar conforme al logos.
Entusiasmo y éxtasis no son sino diferentes manifestaciones del
logos, son sendas racionales por muy oscuros que puedan ser sus
recorridos, y lo universal puede tomar una u otra senda, o incluso
ambas combinadas, para su expresión.
En
Aristóteles la noción de mímesis tiene una triple dimensión. En
primer lugar está el carácter instintivo de la mímesis en todos
los seres vivos, instinto que alcanza su grado máximo en el humano.
Las artes musicales surgen de este suelo naturalista pero llevan el
instinto a la imitación a una dimensión nueva, la ética, que es
propiamente su dimensión humana, dimensión que se manifiesta con
especial eficacia en la forma del drama musical. Esta segunda clase
de mímesis puede ser racional o entusiasta, de forma separada o como
combinación de ambas. Por último, al crearse la obra, ésta
representa una expresión de lo universal en lo particular, es decir,
que junto a la labor mimética del poeta que dio a la imitación el
contenido ético, se da en la obra la impronta de la causa final que
garantiza que todas las acciones del universo procedan conforme al
logos. Los planteamientos aristotélicos, en los que la mímesis
queda perfectamente racionalizada y estructurada conforme a los
principios de este mundo, no dejan resquicio en última instancia
para el misterio de la experiencia musical, todo ocurre con
esterilidad médica, y precisamente por ello, se despliega del todo
el poder de la filosofía para controlar la música, y se completa el
sueño de Platón. Las academias tiene entonces todos los elementos
para el autoritario control de las más íntimas experiencias con los
dioses a partir de la música.
La
voluntad de Aristóteles de llevar el pensamiento al campo de la
fisis
establece las bases para el tratamiento pragmático de los problemas
miméticos que se da durante el helenismo, el interés casi exclusivo
que observamos en los autores de este período por tratar de forma
pormenorizada específicos problemas musicales. Todos los
replanteamientos teóricos que se producen durante esta época son
hibridaciones de los grandes sistemas, el platónico y el
aristotélico, aunque el judaísmo y el cristianismo introducen una
reificación del modelo con respecto a la copia que acaba por
establecer un nuevo principio mimético. En San Agustín encontramos
la formulación más acabada de lo que ya está propuesto por otros
de los primeros padres de la Iglesia: las escrituras dan un modelo
definitivo e incuestionable para toda imitación, pues nada en ellas
está puesto al azar, todo manifiesta el orden de los actos. La
asamblea cristiana participa en este orden, la tarea de la asamblea
es precisamente hacer a todos partícipes del orden, alcanzándose un
apolinismo de asamblea a la vez que un dionisismo individual
controlado: cada humano particular se desgarra y sufre en su contacto
con el mundo, y tal dionisismo está subordinado a los intereses de
la comunidad y es regulado perfectamente por los intereses de la
comunidad, prestándose un especial énfasis al control de cualquier
forma de hedone
que favorezca una conciencia individual demasiado fuerte. El modelo
es Cristo y la copia de cada humano ha de limitarse a ciertos
patrones miméticos. La participación de lo humano en lo mundano se
halla filtrada por un poderoso principio de servidumbre, o si se
prefiere, de autoridad. Para San Agustín, la mímesis, comprendida
como ratio,
va acompañada de un principio de autoridad, hasta el punto de que
ambos conceptos exigen una explicación conjunta: la razón, o ratio,
o mímesis, es la que determina la autoridad, y la autoridad es la
autoridad porque es la conocedora de las proporciones que relacionan
los dos mundos, su autoridad es la autoridad de la ratio.
Es evidente que el resultado práctico de este marco mimético no
produce sino un control eclesiástico definitivo sobre la experiencia
religiosa que impide cualquier vuelo chamánico no sancionado por sus
principios.
Durante
toda la Edad Media predominan los cánones miméticos que se observan
en San Agustín con diferentes matizaciones.Con Santo Tomás se
enfatizan algunos componentes aristotélicos que no habían sido
destacados con anterioridad. La continuidad del principio racional
que unía al poeta con la naturaleza -la misma que los pitagóricos
veían entre el mundo natural y el de los dioses vía proporciones
ideales- es ahora expresada a partir de la imitación que el poeta
hace de las operaciones de la naturaleza. Cuando el músico compone,
mediante el conocimiento que le proporciona su inteligencia de los
números ideales, no hace sino repetir los procesos que desarrolla la
naturaleza en la composición de seres animados e inanimados: al
componer con los mismos procedimientos del gran Artífice, el poeta
es instrumento divino del omniabarcante plan de Dios que se concluye
en la suma perfección. No obstante, la distancia entre uno y otro,
entre lo humano y Dios es abismal. Los números mismos sirven para
destacarla: somos semejantes a Dios en cuanto que tenemos aptitud
para conocerlo en parte -aptitud que además surge por voluntad
divina-, y podemos conocerlo debido a que hemos sido creados conforme
a una proporción suya, proporción que no impide que los números
que la integran guarden entre sí una distancia infinita.El
conocimiento sistemático de esta ciencia de la imitación de
proporciones se lleva a la práctica, en el ámbito musical, a través
del organum,
procedimiento para la composición polifónica del que se derivará
toda la teoría del contrapunto. La mímesis de los números ideales
que controlan las operaciones naturales se organiza en forma de
cálculo dando lugar no sólo al origen de la ciencia
contrapuntística sino que la propia sistematización extrema que se
practica introduce un elemento maquinal o automático en el ámbito
de la imitación.
Con
los trovadores el modelo deja de ser una cuestión numérica para
hacerse mujer. La dama, como se ha tratado, revela un proceso de
abstracción de la realidad natural a partir del símbolo de lo
femenino. Esta imitación despierta en el poeta la parte más
femenina para ser unida a su ímpetu viril en un acto alquímico en
el que la dualidad alcanza una forma de unidad religiosa. La dama
está ausente, es lo inexistente por excelencia, glorificado y
divinizado en el proceso de querer glorificar y divinizar. La
mimética alquímica es a la vez apolínea y dionisíaca -como todo
acto mimético, que no puede sino mostrar el doble impulso- pero es
sobre todo un impulso chamánico-apolíneo en el que el yo del poeta
quiere crecer hasta identificarse con el ser entero de la naturaleza,
es un proceso autoconstitutivo de la voluntad girada sobre sí
misma.Esta imitación-invención procede no obstante a partir del
hilo de oro de una razón amorosa, de un logos-amor que transmuta la
realidad a partir del entusiasmado verbo del poeta. Para el trovador
amar y hacer versos es todo uno, y en el trance amoroso se trae desde
su mundo ideal la imagen de la diosa que llena la vida de
sentidos.Con su obra queda patente que es el arte el creador de la
naturaleza, invierte la mímesis aristotélica que dio pie a las
interpretaciones naturalistas de Lucrecio, y muestra que la misma
naturaleza es incomprensible sin el filtro del arte.
La
divinización de la naturaleza a través de la dama pervive en el
Renacimiento pero toda la mimética de la transfiguración de lo
natural por el amor cede ante la tradición que necesita de las
explicaciones sistemáticas, es decir, la alquimia cede ante la
filosofía, y las proporciones sagradas, los números ideales
retornan al pensamiento mimético clásico con la misma fuerza de
antaño. Eso sí, al igual que la dama era la diosa y maestra del
poeta, ahora la natura sigue siendo - y lo será por largo tiempo -
la maestra de la que el poeta aprende, pero en una relación íntima
y apasionada, en la que el filtro artístico que permitía
comprenderla está tan incorporado en la nueva concepción que pasará
desapercibido hasta que el drama musical no lo vuelva a hacer
patente. El Renacimiento, intentando revivir las teorías de la
Antigüegad clásica reinventa el ideal griego, a partir de un
latente trovadorismo y un firmemente presente neopitagorismo, de los
que va a surgir tanto la ciencia armónica moderna como la ópera del
siglo XVII. El neopitagorismo lleva a la antigua forma mimética que
proclama la continuidad entre el arte y la naturaleza gracias al
puente de los números ideales. La continuidad está garantizada
entonces por la permanencia del intelecto, es una continuidad de la
inteligencia, una extensión continua de la mente apolínea que
garantiza el orden y el fundamento tanto para el arte como para la
naturaleza. Este sujeto que se forma a partir de la objetividad de
las proporciones, que se descubre a sí mismo divino en cuanto que es
capaz de inteligir tales números ideales, se erige, debido a la
divinidad de su racioncinio, en centro en torno al cual gira la gran
representación del mundo. La ópera es la expresión artística de
lo que en la ciencia se alcanza con la revolución copernicana. La
ratio disuleve
la auctoritas
pero sólo para instituir la autoridad de una nueva ratio
que trae una nueva puesta en escena de las fuerzas del universo. La
nueva ratio
no puede sino contemplar todo lo que no es número, proporción y
plan sistemático como una amenaza y un problema, por lo que se hace
necesario organizar una gran representación que simule el mundo. Los
afectos se controlan -como el ethos
fue controlado en la tragedia ática- en la ópera, espectáculo que
aglutina las tendencias apolinistas artísticas y científicas, y en
el que se ofrecen modelos para la educación y el gozo del nuevo
sujeto.
La
ópera, al igual que la ciencia, no aspira a comprender o a mejorar
la natura, sino a controlarla para crear con ella la segunda
naturaleza de la cultura, una segunda naturaleza que en su sueño
apolíneo de orden justifica su propia violencia. El modelo a imitar
es el que proviene de la cultura, es el sujeto occidental mismo,
quien construye a partir de su representación del mundo-
representación perfectamente ordenada por la mente neopitagórica-
la realidad. La proporción, el número ideal que el yo descubre al
principio de la experiencie chamánica como algo más de la
experiencia de viaje, no sólo se ha hecho central, constituyente del
sujeto y de la posibilidad de la experiencia, sino que ha acabado por
desplazar todo lo demás -incluida la ceremonia en la que aparece- y
lo ha convertido en una cáscara para la manifestación de la
realidad esencial del número y la razón que constituyen al humano.
El otro mundo chamánico no es más que un conjunto de relaciones
para un juego intelectual y no un lugar de proyección de los
componentes más profundos de la psique humana, proyección que
operaba como modelo: el modelo es ahora el resultado de filtrar ese
otro
psíquico
a través de una tradición simplificadora que dispensa las cosas en
favor de una mística específica de proporciones, reguladoras tanto
del ethos
como del intelecto. Tales proporciones, de las que se derivan los muy
diversos cálculos desarrollados por los pitagóricos, no son, de
hecho, sino simbología que se reifica con respecto a su experiencia:
el componente cualitativo del número pitagórico, aquello que hace
que sea distinta la intelección que la experiencia de un fenómeno,
cede ante el cuantitativo, y la naturaleza es tan sólo algo
manipulable o repetible por la reproducción de la unidad del sujeto
en todo lo indefinido, es aquello que sólo con la violencia
analítica del uno
cede su otredad.
Dentro
de este ámbito de simplificación analítica se mueven los estudios
empíricos que sobre la imitación musical se realizan durante toda
la Ilustración. La matematización del fenómeno físico sonoro
lleva a la matematización del fenómeno psicológico, y así la
mímesis se comprende y se define como la proporción entre la
variación del impulso físico de la onda de sonido y la variación
del impulso psicológico en el oyente. Se trata de una
revitalización de los supuestos de los números ideales, eso sí,
ahora la empírica que tradicionalmente había sido aplicada a los
estudios con cuerdas y yunques, alcanza a la percepción del oyente.
En los números ideales de la Ilustración el hombre está imitando
su propia imagen como síntesis de todo lo natural, pretendiendo que
el objeto creado, la naturaleza conforme a ciertas proporciones
filtrantes, es independinete de sí mismo. Esto permite una ruptura
del vínculo epistemológico entre objeto y sujeto que limita la
imitación bien al campo de la técnica compositiva o bien al de un
desnudo y simplón hedonismo, vaciado de las observaciones
aristotélicas acerca del carácter instintivo de la mímesis: el
instinto no encuentra aún lugar en un marco intelectual que erige
los procesos deductivos como base de todo conocer.
Sólo
a partir de Rousseau se restablece el vínculo entre el objeto sonoro
y el sujeto: la melodía representa la inmediatez de las pasiones, es
decir, hay una relación directa y fundamental entre la melodía y la
expresión de los sentimientos. La melodía esta hecha con la misma
estructura que comunicamos nuestras pasiones, y con las mismas
inflexiones, y por este motivo puede llegar a ser más conmovedora
que la misma palabra y suscitar los más profundos estados afectivos.
En la música se expresa el instinto, habla la naturaleza, por mucho
que tal naturaleza ya no sea reconocible sino a partir de la imagen
creada por la cultura. La melodía es la unidad analítica
compositiva, el punto de partida para las operaciones formales que
llevan a la estructura musical clásica, pero también es la
expresión del genio, de la naturaleza en su impulso libre. La noción
del logos aristotélico subyace sin duda a estos planteamientos, en
particular en su dimensión de causa final: hay algo que lleva el
sujeto hacia el orden de las cosas.
Kant
da forma sistemática al aristotelismo musical de Rousseau,
precisando que esta expresión natural no puede seguir el esquema
modelo-copia, pues el modelo en las artes, al contrario que ocurre
para la razón, no es algo que pueda ser perfectamente comprendido y
explicado, sino más bien algo que se sugiere en las obras de un
período y cultura determinados. Para Kant, el artista, si es genial,
está poseído -la divinidad que posee es la naturaleza- y si no lo
es, expresa intuiciones ideales de la sensibilidad a partir del
contacto con otras obras de su período histórico, expresión
básicamente mimética (aunque Kant rechace el esquema modelo-copia,
la mímesis, como ya se ha visto, desborda este esquema). En ambos
casos es mímesis de lo universal, de hecho, al propugnarse un yo
individual mínimo en el artista genial para que la naturaleza dé la
ley espiritual a través suyo, Kant está reproduciendo parcialmente
el esquema aristotélico de las tres mímesis. Y al igual que en el
marco conceptual de la mímesis clásica, el filósofo tiene la
última palabra en la comprensión de la obra, pues el artista,
cuanto mejor sea, más enajenado está y más difícil le es explicar
lo que está haciendo.
El
impulso teleológico que lleva el arte a su perfección, a través de
la posesión del artista genial, es comprendido por Hegel como la
manifestación dentro de la esfera artística de lo que en el proceso
histórico general es el desarrollo total del espíritu
absoluto. Hasta cierto
punto, este desarrollo puede ser comprendido como el proceso de
expresión del universal aristotélico: el espíritu se dice a sí
mismo, y se dice secuencialmente en el ámbito de la historia
universal. A diferencia de lo que ocurría con Aristóteles, la
impronta de este logos no se da de una vez, sino que ocurre de forma
gradual, es un proceso. Para cada instante histórico existe, sin
embargo, una forma específica de la expresión. Esta forma, como la
de los pitagóricos o los platónicos, es un ratio, una
configuración proporcional de la armonía realizada. El marco
mimético de una expresión universal espiritual por etapas implica
que toda expresión sea incompleta con respecto a la expresión
final, es decir, que con cada nueva forma de expresión se alcanzan
formas más acabadas, más perfectas, lo que implica que las nuevas
configuraciones armónicas entre lo interior y lo exterior, el
noumeno y el fenómeno, la ley y su manifestación incurran en las
contradicciones lógicas más arriba señaladas. Las contradicciones
-que sólo parcialmente se resuelven dando a la serie histórica de
configuraciones armónicas la condición ontológica de la
virtualidad-, en su dimensión más general, vienen planteadas por
la conjunción de la relatividad del concepto de armonía hegeliano y
por la necesidad de que lo que se exprese en lo relativo sea el
espíritu absoluto.
La dificultad viene ya de Kant y del planteamiento de la teoría del
genio, lo que retrotrae el problema hasta Aristóteles: ¿Cómo puede
decirse lo universal en lo particular? Este problema es, asimismo, el
de la participación de las cosas en las ideas, y de forma más
específica, el de las relaciones entre los trances de posesión y de
participación, en un marco mimético en el que los dioses están
separados de los humanos por la construcción de precisos abismos
racionales.
Schopenhauer
mantiene este mismo esquema de fuerzas aunque reinterpretando lo
universal dentro de la categoría de la voluntad y lo particular
dentro de la categoría de la representación. De esta forma se
establece un continuo de voluntad, una fuerza unificadora que se da
tanto en lo universal como en lo particular y resuelve en parte el
problema que la filosofía tradicional occidental tenía para
explicar la continuidad entre los dos mundos desde que Platón
condenase la materia a la imperfección. No obstante, la solución es
sólo parcial, pues la distancia , aunque goza ahora del puente
teórico de la voluntad, no queda cerrada.En efecto, la distancia
entre universal y particular de la que habla Schopenhauer, es la que
Platón reconocía entre el modelo y la apariencia o la copia. Para
Schopenhauer, la apariencia, la representación, tiñe la voluntad, y
ésta es la tintura del yo individual, del Apolo. Cuando la distancia
entre la voluntad y la representación es nula se da la música
dionisíaca, en la que la voluntad ya no viene mediada. Las artes
musicales ocurren en ese ámbito intermedio que va desde la
participación a la posesión, y éstas constituyen la solución al
viejo problema:mientras hacemos música, mientras la escuchamos,
estamos ya accediendo a lo universal. Según el esquema
schopenhaueriano hay, por lo tanto, una relación irreconciliable
entre la experiencia de la voluntad y el conocimiento, pues no hay
otra cosa que conocer que la voluntad universal, pero para conocerla
no se puede sino experimentarla sin representación mediadora, es
decir sin armonía y sin un yo. El postulado pitagórico extremo que
parece deducirse de su doctriina es: la experiencia de la armonía
musical es un fenómeno doble, a saber, puede experimentarse
cuantitativamente y cualitativamente; si la experiencia es
cuantitativa, hay mediación, representación, unidad y algoritmo; si
es cualitativa, y en la medida que es cualitativa hay identificación,
indeterminación y éxtasis. Desde el punto de vista
cuantitativo-cualitativo del uno,
del yo, esto sólo conduce a la nada: el sujeto formador/formado de
la representación es nada, es el error, lo que cierra el paso a
cualquier ulterior pensamiento y abre el camino al nihilismo.El
abismo sigue abierto entre los dos mundos, afirmar uno es negar otro,
y viceversa.
Para
Nietzsche, las fuerzas de lo apolíneo y lo dionisíaco, las fuerzas
que llevan a la representación y al individuo o al devenir y la
voluntad del mundo son, ambas, naturales; en su interacción dan
forma al instinto ordenador de la imitación. Estas dos fuerzas
constituyen un único impulso mimético que se perfila con
moviminetos contrapuestos. La voluntad, en el sentido de Schopenhauer
de anulación del yo y la representación, coincide con la fuerza
caótica del dionisismo, pero ni dicho caos ni la forma que trae la
individuación de Apolo son externos al mundo, son fuerzas
epistemológicas, más que ontológicas, con las que formamos nuestro
conocimiento: ambas son formadoras o deformadoras, la perspectiva
platónica de la apariencia ha perdido su sentido. La música es el
quehacer general del universo, y el encasillamineto positivista
hanslickiano que reduce lo musical a un cálculo simbólico no es
sino una trivialización y una falta de perspectiva epistemológica.
El problema mimético para Nietzsche es el de la determinación de
nuevas formas, de nuevos modelos capaces de recoger vigorosas
propuestas de vida, formas que se ajusten a las necesidades
fisiológicas, capaces de estimular la vida y aumentar el deseo de
vivir, modelos que no se encuentran en ninguna otra parte
hipostasiada, sino en el aquí y ahora de la vida. Hasta cierto punto
consigue restablecer la continuidad chamánica entre los dos mundos
que habían roto Platón. Nietzsche quiere que la nueva música
traiga nuevos éxtasis sexuales al cerebro: el mundo, como se decía
en la larga tradición simposíaca y de los trovadores, se vuelve
perfecto por el amor, se transfigura alquímicamente y la pesadez y
la inercia de la materia adquieren alas y la disposición de un
movimiento inicial. La mímesis es una disposición general, pero no
un ratio predeterminado. La flexibilidad que caracteriza a lo vital
tiene que ser adoptada por los propios modelos que deben en todo
permanecer próximos a la vida. La petición de principios y modelos
que hace Nietzsche, su llamada al gran
estilo, es el mismo
deseo expresado por Goethe de encontrar las leyes de un arte que
proceda con una legalidad formal perfectamente adaptada a las
exigencias de la materia.
La
transmutación mimética nietzscheana puede ser comprendida como una
extensión hedonista - en el sentido más epicúreo de la palabra -
de la iniciada por los trovadores en su alquimia compositiva,
transmutación en la que la apariencia, ya probada como capaz de
expresar lo universal a través del sentimiento amoroso por el que la
materia alcanza su perfección, es gozada por sí misma. Tal juego
con las apariencias es precisamente la labor del arte, y en cuanto
que puede estimular la vida hacia un despliegue más pleno, es más
profundo que lo que la filosofía de corte platónico ha llamado la
verdad misma. El juego artístico no ocupa un lugar privilegiado en
la sencuencia de fenómenos, a pesar de que su posición relativa es
importante, pues sirve para comprender procesos miméticos de más
largo alcance: a través del arte podemos comprender aquellos
procesos de creación general biológica, en los cuales la mímesis
funciona, al igual que en las artes musicales, como guía para el
desarrollo de los organismos.
La
teoría dionisíaca lorquiana, la teoría del duende, supone un
matizado análisis de las relaciones posesivas que se dan entre el
chamán-artista y la divinidad. Su teoría hace de la creación
artística, como la de Nietzsche, algo que abarca al humano completo
y en particular a su dimensión más agónica. La mímesis es en
última instancia la reproducción de las energías creativas de la
tierra: el intelecto,la voluntad, el sentimiento y el apetito no
hacen sino configurar una escena compleja de fuerzas psicológicas en
la que todo lucha contra todo. Cuando no hay lucha habla el ángel,
portador de una clara belleza, poseedor del artista tanto como el
duende o la musa, pero incapaz de despertar la belleza límite de
rosa recién creada que despierta el duende. En esta concepción el
artista se autodespedaza para hacer surgir al duende-Dioniso. Lorca
reproduce el viejo chamanismo mistérico en el que el conocimiento es
posible sin las interferencias de un intelecto dominador, la
distancia es franqueable por cualquiera que esté dispuesto a
enfrentarse al aterrador grito de Dioniso.
Bretón
retoma también los principios chamánicos en su teoría del
surrealismo, en lo que parece ser una chamanización general del arte
en el siglo XX. Gurú de la tribu mundial, el artista baja a las
regiones infernales o sube a las celestiales, ambas ahora llamadas
inconsciente,
en busca de nuevos significados que ayuden a vivir en un tiempo que
parece errar propósito en todo lo que intenta. Se confía en la
razón ilustrada más de lo que se quiere admitir - el proyecto
ilustrado reaparece continuamente como monstruosa caricatura de sí
mismo - y de hecho lo que se pretende es refundir tal ratio en un
nuevo molde de mayor alcance intelectual: se quiere hacer consciente
un campo cada vez mayor -transformación encubierta del proyecto
hegeliano- mediante la dirección planificada, científica y
militarmente, de la intuición poética. El exceso de contenidos
conscientes que resulta debilita, paradójicamente, el elemento
chamánico-apolíneo, pues lejos de alcanzarse tal expansión, hay
una regresión hacia configuraciones miméticas más automáticas,
automatismo dionisíaco vaciado de su capacidad curativa catárquica.
La
categoría de la mímesis sigue siendo fundamental en la filosofía
del arte de Adorno, pero no para designar una relación modelo copia
del arte con respecto a la naturaleza, sino para atestiguar el origen
animal del impulso a imitar. Para Adorno tal impulso se racionaliza
primero en la ceremonia mágico-religiosa para después alcanzarse,
al desprenderse la actividad imitadora del ritual, la independencia
que le es propia a la experiencia estética. La animalidad permanece
no obstante en la forma de lo bufonesco. La bufonada representa la
brecha que se da entre el arte como mímesis y el arte como
producción, y expresa un contenido fundamental de nuestra humanidad.
Ni el arte como producción ni el arte como mímesis tienen su
fundamento en la naturaleza: un proceso de reflexión media siempre
entre el impulso animal y la acción. El arte es una expresión del
espíritu que se objetiva en la conjunción de materia y forma que
constituye la obra. La mímesis, como impulso directriz que está en
la base de la conducta estética, es responsable de la proliferación
de formas artísticas, así como de la relexión que lleva a la
incorporación de materias para el arte. La objetivación es
diferente, según Adorno, para cada arte, y presta especial atención
a la objetivación de las artes musicales que se hace a partir de la
creación de un ámbito que le es propio a todas ellas, un
espacio-tiempo y una lógica especiales para la música, proposición
no extenta de contradicciones, como se vio.
El
modelo estético-cosmológico de Nietzsche del eterno retorno tenía
como consecuencia la invalidación teórica del modelo participativo
platónico tanto como del de la posesión: el mundo es un juego de
apariencias y una máscara no puede sino cubrir otra máscara. El
problema radica en la propia noción de imitación, sustentada sobre
un principio de identidad tan ilusorio él mismo que poco o nada se
puede fundamentar en él. Si lo que hay son sólo las máscaras
reactivas del apolinismo, la imitación es tan sólo una repetición
ciega,
y el arte es el juego en el que las copias se revierten en
simulacros. Éste es el punto de partida de Giles Deleuze, quien
desde suelo nietzscheano se dedicará a mostrar el carácter ilusorio
de toda representación y, por tanto, de todo concepto, así como a
construir una cosmología estética en la que la simulación pueda
ser pensada desde la diferencia. Su sistema, a pesar de quedar
atrapado en la paradoja de querer salir del concepto a partir de
conceptos, sugiere un ámbito para la génesis de obras musicales. Su
teoría, muy musical por su juego en el límite del concepto y por la
definición de precedentes
oscuros para la
experiencia estética, parece inspirada en las formulaciones que
encontramos en la música de Pierre Boulez acerca de la virtualidad
tímbrica, es decir la virtualidad de la identidad sonora, siempre en
proceso emergente, siempre llegando a ser diferente en la experiencia
de cada aquí y ahora. La noción de precedente
oscuro no sólo guarda
contenidos musicales (se trata de un tema secundario con respecto a
sus variaciones, a pesar de ser su origen), sino que también se
pueden encontrar similaridades con la primera divinidad gnóstica y
con el uno sin forma
de los pitagóricos. Deleuze lleva la noción de un precursor así,
lo oscuro distinto dionsíaco -en el límite de lo oscuro
indistinto-, hasta el centro del pensamiento, cuando a través de la
construcción (construcción que se apoya en una creencia) del
concepto de lo deviniente pretende superar las ilusiones
trascendentales de la representación. Lo deviniente, en sentido
estricto, no podría llamarse un concepto, pues su extensión es
anterior a la individuación y su comprehensión no está difinida.
Se trata más bien de una idea operativa, una idea mediadora que en
su virtualidad es capaz de suscitar intuiciones con sentido, pero que
sólo es inteligible, obviamente, como concepto: un deviniente se
define entre los límites de los individuos que abarca; el deviniente
pájaro del dibujo se define desde las aves hasta ciertas frecuencias
de color dispuestas sobre una superficie de representación. Lo
interesante de la noción de deviniente es su condicón limite con el
concepto, por eso donde los devinientes pueden funcionar con interés
epistemológico es precisamente en los bloqueos miméticos que todo
arte realiza con respecto a un marco deviniente dado.
Me
gustaría insistir, para acabar, en la persistencia del número en
las explicaciones intentadas sobre la mímesis desde las más remotas
experiencias chamánicas hasta las más contemporáneas
conceptualizaciones. En la teoría nietzscheana del eterno retorno la
numerabilidad de la materia da sentido a la hipótesis variacional:
la gran repetición es la consecuencia de una inexorabilidad
numérica, y la mímesis instintiva, en una naturaleza que funciona
conforme a este gran plan, es una reproducción a menor escala, una
tendencia que se cristaliza exactamente en juegos de máscaras de
identidad. El número en Nietzsche se ha hecho cifra abominable con
respecto al número de San Agustín o Santo Tomás, que garantizaba
en su simplicidad la disposición sensata de las cosas, en cuanto que
el número era pensable y hasta objetivable en la Escritura. En
Nietzsche el infinito potencial de Aristóteles se ha hecho actual en
la forma del tiempo, y la repetición arrasa toda poética, pero el
retorno
es en última instancia una doctrina numérica, de hecho, la teoría
depende por entero de la noción de numerabilidad, por mucha
inversión que se haga de la interpretación ética. El número es el
sueño de la balanza, pero la base del número, el principio de
identidad, está reflejando la única opción para que aparezca el
acto de pensar. Desde los pitagóricos hasta el empirismo del XVIII,
desde la ópera hasta Hegel, en todos los intentos de explicación de
la mímesis, el número parece encontrarse en el centro. En algunos
casos, como en la exposición de Deleuze el número aparece en la
tensión entre lo oscuro distinto o dionisíaco y lo claro distinto o
apolíneo, pero la explicación de la dimensión mimética, sea
imitativa, repetitiva, o de posesión, pasa invariablemente por la
comprensión de un proceso numerativo, y si hemos de ser más
precisos, de un proceso de ritmización, un proceso de formación de
ciclos e identidades. En otros casos, como en la alquímica práctica
trovadoresca,se trata de la experiencia de la síntesis de opuestos
en una creación totalizada, experiencia que tiene capacidad
transfiguradora. La transfiguración consiste precisamente en la
sustitución de una serie numérica por una nueva serie en la que
sólo se da la unidad.
Por
otro lado, el número, cuando se fija su dimensión cualitativa -como
comprendieron ya las culturas más antiguas- da la ley moral. Es el
número esencial de los pitagóricos y platónicos tanto como la
cifra secreta de la Escritura hebrea; de hecho, a partir de San
Agustín es las dos cosas, en una síntesis que hace de las
Escrituras el único modelo para las copias. Hasta Nietzsche el
número mantiene la cualidad nouménica de la Escritura; con
Nietzsche es la base reguladora de las apariencias y la forma en la
que la apariencia es querida, pero ya no es la cosa en sí. El
arithmos no
es el noumeno, sino que es lo que no fluye, lo que continuamente se
solidifica en el devenir del mundo y que tiene una cierta duración
temporal, es lo que delimita al rithmos
haciéndolo algo particular para después destruirse o transformarse
en otra cosa. Este arithmos
da la ley moral, es el punto sobre el que se orienta el axis
mundi del que
continuamente habla Eliade, pero siempre se forma a partir de una
tensión. El arithmos
es la tensión apolínea-dionisíaca, es decir, la que se da en el
recorrido desde lo oscuro distinto a lo claro distinto, tensión en
la que se forman los órdenes rítmicos que constituyen el principio
de identidad. Pero dicho arithmos
es un momento del rithmos,
el flujo básico musical, aquél movimiento que recorre desde lo
oscuro indistinto, el apeiron, hasta lo oscuro distinto, lo
dionisíaco.
La
participación, la posesión, la imitación, la repetición y todos
los conceptos que definen el campo mimético podrían ser
comprendidos a partir de procesos de comunicación que ligan -que
hacen continuas- las duraciones que van desde el rithmos
hasta el arithmos tanto
como las inversas, las que disuelven el número en el flujo
universal: la mímesis es el fenómeno de tal comunicación, está en
la base de la constitución de la identidad y la experiencia del
mundo. Pero esto no deja de ser otra variación conceptual sobre la
dinámica de un campo mimético que siempre escapa y permanece ajeno,
en cierta medida, aunque no totalmente, a las tentativas
lingüísticas. La complejidad del campo mimético es una complejidad
no conceptual, por ello no se puede hacer una caracterización
esquemática o sistemática más allá de un mero boceto lingüístico.
Para la filosofía esto es incómodo, pero para que ocurra la
experiencia musical es, sin embargo, inevitable.
1
O, en general, la diferencia enharmónica.
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